
Música y emoción, al son de la aceptación.
Una lágrima que cae por la mejilla al ritmo de una melodía de fondo. Esa sonrisa que nace del estribillo de una canción. Sacar la rabia acumulada o sentir la fuerza necesaria para salir adelante, con solo un par de notas… Ese es el poder real de la música, el que no se escribe en partituras, pero que es capaz de ser leído por el corazón y queda grabado en nuestro interior.
La música, presente en todas las culturas, nos ha acompañado a lo largo de la historia humana como una forma de expresar eso que llevamos dentro y no sabemos sacar con palabras. Se trata de ese lenguaje, íntrinseco como especie, que nos aleja del mundo mental, y nos lleva directamente a lo que sentimos , saltandose el filtro de la razón y los juicios. Nos permite entrar en contacto directo con nuestras emociones, a través del cuerpo. Sin juzgarlas, ni rechazarlas o evitarlas, como hacemos a través de esta mente que se dedica a etiquetar, encasillando nuestra experiencia en palabras incapaces de transmitir todo lo que sentimos. Simplemente, entrar en nuestro dolor, nuestra alegría, tocarla, saborearla, permanecer con ella y por supuesto sacarlas a bailar.
Es en este danzar al son de la música donde todo se transforma, como si las emociones se sintiesen escuchadas, arropadas, acompañadas. Algo tan sencillo a la par que complejo, es suficiente para que no resulten tan dolorosas y poco a poco vayan ubicándose en otro lugar de nuestro cuerpo, para transformarse en nueva energía y vitalidad. Porque la verdadera transformación emocional, siempre surge de la aceptación, escuchar y atender amablemente la propia emoción, y nunca desde la obligación a que esa emoción tiene que cambiar. Es por eso que cuando estamos tristes escuchar canciones tristes, a veces, nos hace sentir mejor. Todos necesitamos ser aceptados y nuestras emociones también.
Ahora, preguntales a ellas: ¿Me concedes este baile?
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